viernes, 19 de enero de 2018

Ricard Jordada, in memoriam.


Ricard Jordada, in memoriam.

Vuelve a nevar, lenta y cadenciosamente, como mi llanto viejo y longevo.
Vuelve a hacer frío.
Vuelve a helar.
El cuerpo necesita abrazos, abrazos que acojan el alma en manos cálidas y corazones calientes.
El cuerpo busca el estremecimiento en su búsqueda de cobijo.
Es el mes de enero y se inicia la floración blanca y rosada de los almendros, flores de almendro que apaciguarán las congelaciones de nuestro cuerpo y el titiritar de nuestra alma.

La vocecita débil como la de los insectos aletargados del invierno, lenta como la caída de los copos de nieve de mi jardín, escapadiza como la ardilla del nogal del camino de mi casa, la vocecita de Maria Dolors grabada en mi móvil me penetra el tímpano como una cuchilla cuando recita que Ricard, su marido, su marido pausado por su sabiduría, su compañero cargado de letras inglesas, catalanas, griegas, latinas, su estimado Ricard repleto de silogismos y sinónimos y antónimos y aforismos y etimologías ha fallecido de forma repentina.

La cuchilla afilada me llega hasta la nuez cuando hablo con ella y me dice que me lo ha querido comunicar de viva voz porque ella sabe que yo conozco el dolor de la pérdida del ser amado. Y yo le respondo que no, que a veces se me disipa el rostro de mi compañera entre lágrimas ácidas que detesto y golpeo con mis puños hasta destrozarme las cuencas de las ojos y las mejillas, que la piel de mis manos ya busca con desespero inevitable la calidez del calor del cuerpo de la que fue y es mi compañera, y que yo intenté olvidar en vano en la piel de porcelana de una ribereña casi portuguesa que me tiró a la cuneta cuando descubrió mis debilidades sin prestar cuidado alguno al daño que me inflingía, que yo a su compañero lo quería, al profesor, al maestro, hasta rozar la envidia por su extrema sabiduría y su gigantesca bonhomía, y porque yo sabía que él a mi también me quería y comprendía, y quiero decirle que a ella también la quiero pero la daga perfora mis cuerdas vocales hasta romperlas en afonías y desintonías.

Sólo puedo escribirle en la tranquilidad del atardecer para decirle que estoy llorando, que su marido era un maestro y, sobre todo, el máximo que un hombre puede aspirar a ser en la vida, sabio y bondadoso, que siempre lo recordaré por la calidez que desprendía, por su sencillez, su afabilidad, su proximidad y su humanidad, y porque yo lo quería y yo sabía que él a mí también me quería, y porque le quiero pedir una última cosa: que allí donde esté cuide su sabiduría y la imparta y regale como lo hizo con sus alumnos en esta tierra y que abunde en las virtudes que hicieron de él lo que fue en vida, y que cuide de mi compañera hasta que yo me reúna con ellos en amor y armonía.

T’ho demano, Ricard. T’ho prego amb tot el meu cor. Jo vetllaré per la vida de la Maria Dolors, la teva companya, la meva amiga.

Descansa en pau, Ricard Jordana, mestre de vida.

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