domingo, 26 de noviembre de 2017

Greguerías de un inconformista (XXXVIII).

 
Descansaba en una de mis terrazas con una copa de cerveza y sin hacer absolutamente nada –ni siquiera me acompañaba un libro- más que respirar, porque hasta observar me costaba esfuerzo y me daba pereza.
Estaba a gusto, en ese estado que dicen se parece al nirvana, relajado, calentito al sol, algo somnoliento.
De vez en cuando llegaban hasta mí algunas voces procedentes del televisor del interior del local, porque la terraza no emitía sonido alguno ya que la habitaba yo solo bajo el férreo control de una camarera que cruzaba sus brazos en sus espaldas a la espera de que aumentase su clientela.
De repente capté un mensaje que procedía de la televisión.  Era una voz infantil, como de niño de ocho o nueve años. Lo que acababa de decir me impactó con tanta brutalidad que me levanté de un salto, asustando a la camarera que dormitaba despierta mientras seguía apostada militarmente apoyada junto a la puerta de acceso al local, para buscar el televisor. Lo hallé nada más entrar en el local, colgado del techo e inclinado hacia las mesas del comedor, pero en la pantalla no había ningún niño sino una bella mujer sentada sobre el capó de un coche. Emitían spots.

Regresé a mi silla y a mi mesa y a mi cerveza, mientras la frase del chaval rebotaba en mi cerebro y la camarera me observaba con cierta animadversión desde la misma posición en la que la dejé tras mi estampida hacia el interior del establecimiento. La terraza seguía vacía, en exclusiva para mí.
El mensaje que había oído puede que formarse parte también de un spot, incluso que fuese su slogan, pero eso no evitaba que la frase y el mensaje en sí mismo fuese de una claridad meridiana, de la contundencia de un puñetazo en el mentón, de la nitidez del agua de la alta montaña.
Era el mensaje que dirigía un niño erigido en representante de todos los niños del mundo entero a la totalidad de la humanidad, a todo el mundo de la Educación, desde el Ministro del ramo hasta al último profesor de primer curso de primaria del más pequeño pueblo del mundo.
Es el mensaje universal que estoy convencido que anida en el cerebro de todos los niños, los jóvenes, los adolescentes y los estudiantes.
Es el mensaje de lo que quieren y de la evidencia de que no se lo estamos ofreciendo.
Es el mensaje de su predisposición para recibir.
Es el mensaje de nuestra incapacidad, la de los adultos, para atender sus demandas.

La frase del niño de la televisión que yo oí desde mi terraza y desde mi silla y desde mi mesa y desde mi cerveza (frase que busco en cada televisor con el que me encuentro) donde además de respirar no hacía nada porque hasta observar me causaba esfuerzo y me daba pereza mientras la camarera dormitaba con los ojos abiertos en posición casi militar, decía simplemente:

“A mí estudiar no me gusta, pero aprender me encanta”.

Tal vez si atendemos y comprendemos correctamente la aseveración del niño seamos capaces de crear un mundo mejor en un futuro no excesivamente lejano.

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