Descansaba en una de mis terrazas con una copa de cerveza y
sin hacer absolutamente nada –ni siquiera me acompañaba un libro- más que
respirar, porque hasta observar me costaba esfuerzo y me daba pereza.
Estaba a gusto, en ese estado que dicen se parece al
nirvana, relajado, calentito al sol, algo somnoliento.
De vez en cuando llegaban hasta mí algunas voces procedentes
del televisor del interior del local, porque la terraza no emitía sonido alguno
ya que la habitaba yo solo bajo el férreo control de una camarera que cruzaba
sus brazos en sus espaldas a la espera de que aumentase su clientela.
De repente capté un mensaje que procedía de la
televisión. Era una voz infantil,
como de niño de ocho o nueve años. Lo que acababa de decir me impactó con tanta
brutalidad que me levanté de un salto, asustando a la camarera que dormitaba
despierta mientras seguía apostada militarmente apoyada junto a la puerta de
acceso al local, para buscar el televisor. Lo hallé nada más entrar en el
local, colgado del techo e inclinado hacia las mesas del comedor, pero en la
pantalla no había ningún niño sino una bella mujer sentada sobre el capó de un
coche. Emitían spots.
Regresé a mi silla y a mi mesa y a mi cerveza, mientras la
frase del chaval rebotaba en mi cerebro y la camarera me observaba con cierta
animadversión desde la misma posición en la que la dejé tras mi estampida hacia
el interior del establecimiento. La terraza seguía vacía, en exclusiva para mí.
El mensaje que había oído puede que formarse parte también
de un spot, incluso que fuese su slogan, pero eso no evitaba que la frase y el
mensaje en sí mismo fuese de una claridad meridiana, de la contundencia de un
puñetazo en el mentón, de la nitidez del agua de la alta montaña.
Era el mensaje que dirigía un niño erigido en representante
de todos los niños del mundo entero a la totalidad de la humanidad, a todo el
mundo de la Educación, desde el Ministro del ramo hasta al último profesor de
primer curso de primaria del más pequeño pueblo del mundo.
Es el mensaje universal que estoy convencido que anida en el
cerebro de todos los niños, los jóvenes, los adolescentes y los estudiantes.
Es el mensaje de lo que quieren y de la evidencia de que no
se lo estamos ofreciendo.
Es el mensaje de su predisposición para recibir.
Es el mensaje de nuestra incapacidad, la de los adultos,
para atender sus demandas.
La frase del niño de la televisión que yo oí desde mi
terraza y desde mi silla y desde mi mesa y desde mi cerveza (frase que busco en
cada televisor con el que me encuentro) donde además de respirar no hacía nada
porque hasta observar me causaba esfuerzo y me daba pereza mientras la camarera
dormitaba con los ojos abiertos en posición casi militar, decía simplemente:
“A mí estudiar no me
gusta, pero aprender me encanta”.
Tal vez si atendemos y comprendemos correctamente la
aseveración del niño seamos capaces de crear un mundo mejor en un futuro no
excesivamente lejano.
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