Ayer fue un día de enorme tristeza en mi ciudad, en la
capital de esta tierra de acogida que se llama Catalunya.
Hoy la tristeza lo impregna todo, desde el Tibidabo y hasta
la Barceloneta de las tapas y los vinos de los pescadores y los pisos para los
turistas.
Unos terroristas asesinaron a catorce personas y dejaron
heridos a más de ciento treinta seres humanos, algunos de ellos con serio
peligro de también perder sus vidas.
Y eso en nombre de Dios.
El atentando ocurrió en la Rambla de Barcelona, entre la
Plaza de Catalunya y el Pla de la Boquería, frente al mercado y la calle del
mismo nombre, junto a la calle Quintana, donde se haya el restaurante más
antiguo de Barcelona, “Can Culleretes”.
Y eso en nombre de Dios.
Ese pedazo de calle tiene unos seiscientos metros,
seiscientos metros de color y de alegría, de vida y de amor, de besos robados
al viento y de gitanas con flores, de palabras de amor al oído y gritos enajenados al
firmamento, de júbilos de adolescencia y amores de vejez, de pájaros de trinos
enjaulados y conejos de indias y hámsters de niños y niñas, de plantas
tropicales y del Maresme, de seguidores del Barça en noches, unas de euforia y
otras de depresión, bebiendo el agua de Canaletas que te forzará siempre a
regresar a Barcelona, de Ocañas emborrachados de Ciudad Condal y de paraguas
decorando la fachada de la casa altanera.
Pero el color de la calle de las cuatro estaciones del año
se convirtió en uno sólo, el color rojo de la sangre tiznado del blanco de los
huesos desnudos y quebrados y del negro del día fundido con la noche cerrada de
la canícula estival.
Y todo en nombre de Dios.
El amanecer siguiente ha sido el que la ciudad entera, mi
ciudad, gritó “No tenim por” (“No tenemos miedo”) en una nueva muestra de la
valentía y orgullo, de solidaridad y amor por la vida de los habitantes de la
Ciudad de los Prodigios.
Los barceloneses sabemos que las estatuas humanas volverán a
arrancar sonrisas a los transeúntes, los caricaturistas de Santa Mónica
seguirán sorprendiendo con su habilidad en el dibujo rápido de las caras y
facciones de nuestros visitantes y nuestros infantes, y sabemos también que
algunos “maradonas” seguirán haciendo equilibrios con sus balones viejos para
arrancar los ohhhhs!!! de admiración de los turistas, y yo sé que volveré, lo
prometo, a comer angulas de Aguinaga en el Restaurante Amaya acompañado de
alguna bella mujer a la que me gustaría conquistar, y después espiaremos juntos
a los amantes escondidos del Bagdad y a los despistados que se dejan caer por
la calle Rovadors y sus proximidades, porque la Rambla de Barcelona volverá a
ser el Paseo Universal, y las floristas mostrarán los colores de sus flores y
regalarán sus fragancias, los pájaros trinarán alegría y el Liceo ofrecerá sus
óperas, conciertos y ballets al mundo entero, porque nosotros, los catalanes, y
todos nuestros visitantes, seguiremos paseando por nuestra Rambla, desde el
Café Zurich en la Plaza de Catalunya y hasta la estatua de Colón ya besando el
mar.
Y lo haremos porque somos así, no en nombre de Dios, y
porque como dijo Federico García Lorca, tenemos “La Calle más alegre del mundo,
la calle donde viven juntas a la vez las cuatro estaciones del año, la única
calle de la tierra que yo desearía que no se acabara nunca, rica en sonidos,
abundante de brisas, hermosas de encuentros, antigua de sangre: Rambla de
Barcelona”.
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