jueves, 6 de julio de 2017

Una historia de nuestra huerta.

 
Ayer casi acabé de plantar la huerta de mi casa.
Casi acabé porque ahora la planto por fases, cuando antes lo hacía todo de golpe, lo cual constituía una equivocación, pues dado que es exclusivamente para consumo propio cuando llegaba el momento de la recolección fácilmente me encontraba con setenta u ochenta ensaladas, treinta pepinos y treinta calabacines, rábanos y zanahorias a mansalva…
Con los ajos y la cebollas no había problema porque se guardan para consumir durante el otoño y el invierno.
Ahora lo hago por fases, y así disfruto de ensaladas durante todo el verano, y además puedo obsequiar a los amigos que visitan mi casa.
Por eso decía que ayer casi acabé de plantar la huerta.

Y cuando estaba en plena labor, lleno de tierra húmeda hasta la coronilla (mira que llego a ensuciarme con mis trabajos hortelanos), recordé una bella historia de hace veintitrés o veintidós años, cuando con mi compañera decidimos iniciar nuestro propia huerta atendiendo los consejos del libro que encontramos y que se titula “El horticultor autosuficiente”.

Era un domingo por la mañana.
A primera hora nos acercamos al mercado de Puigcerdá para adquirir plantel y regresar rápidamente a casa para plantarlo en la huerta, ya preparada desde el día anterior, en el que removimos la tierra, sacamos las malas hierbas, y preparamos los bancales tal y como nos enseñaba el mencionado libro que todavía conservo como uno de mis grandes tesoros.
Antes de comer plantamos ensaladas de diversos tipos (primavera, escarola, roure oscuro, roure verde,…), zanahorias, cebollas de guardar y cebollas tiernas, ajos, pepino, calabacín, tomates, pimientos, berenjenas,…
y regamos ligeramente para que no se quemaran las hojas a causa del fuerte sol del mediodía de julio.

Una vez acabado el trabajo nos sentamos satisfechos en el suelo a contemplar nuestra recién estrenada huerta.
El plantel sembrado se alineaba geométricamente, recto, y lucía orgulloso.
Nosotros dos nos miramos muchas veces, nos sonreímos en muchas ocasiones, nos besamos repetidamente, reímos y nos tendimos al sol con la espalda pegada a la tierra húmeda y nos pareció sentirnos como unos auténticos y experimentados pageses.
Al atardecer regresamos a la huerta para regarla profusamente a través del desvío del agua que baja de las montañas y que hicimos circular por entre los bancales que en su cresta mostraban el plantel y las pequeñas plantas que los mercaderes de Puigcerdá nos habían vendido.
Nos sentimos de nuevo enormemente orgullosos de nuestro trabajo y tremendamente felices de la decisión de cultivar nuestra propia huerta que ese fin de semana habíamos tomado.

Nos despertamos la mañana siguiente algo fatigados y con ciertos músculos tensos y doloridos, pero nada mas darnos los buenos días nos sonreímos de nuevo y los dos sabíamos que era nuestra huerta las que nos hacía sonreír.

Y fue entonces cuando Susan me dijo, Paco, vístete deprisa, ya te ducharás luego, que nos vamos a la huerta a ver si ya han crecido las ensaladas y podemos ver el rojo de los tomates y el naranja de las zanahorias y el verde de los pepinos y el negro de las berenjenas.
Yo la miré sorprendido y algo confuso, pero rápidamente supe que quería jugar conmigo, porque acostumbraba a hacerlo y a mí me encantaba que así lo hiciese, porque además la seducción de su persona alcanzaba puntos álgidos y maravillosos, de una dulzura conmovedora, de una suavidad de caricia lenta y sosegada como el soplo de la brisa.
Bajamos a saltos de nuestra habitación de las golfas de casa y nos dirigimos ligeros hacia la huerta, que se sitúa tras un tupido seto de “leilandis”.

Antes de acceder a la huerta Susan llevó su dedo índice a sus labios para indicarme silencio, que no hiciese ruido, como si la huerta pudiese desaparecer ante nuestra repentina irrupción, e inclinó y recogió un poco el cuerpo como hacen los niños cuando se esconden.
Con un caminar cada vez más lento y silencioso nos situamos junto al seto y asomamos conjuntamente nuestras dos cabezas para contemplar la huerta.
¡ Y descubrimos que allí no había huerta !
No había más que tierra oscura, fría y húmeda, que mantenía los bancales, pero no había ni rastro del plantel sembrado el día anterior.

Nos miramos estupefactos, nos acercamos con el cuerpo ya erguido pero manteniendo un silencio reverencial, y ante la desolación de la tierra nos miramos tan desconcertados que no sabíamos si llorar o arrancar a reír, con nuestra expresión algo desencajada y los ojos excesivamente abiertos.
De repente observamos unos rastros plateados pintados sobre la tierra que iban y venían en todas las direcciones y sin ningún sentido que atendiese a una mínima lógica.
Y entonces comprendimos, y entonces arrancamos a reír convulsivamente, y nos abrazamos y nos besamos con una intensidad que no entendía más que de amores, y por eso allí mismo, sobre la tierra húmeda y fría de la madrugada hicimos el amor apasionadamente, y reíamos mientras nuestros cuerpos se fundía en uno y se amaban y nos rebozamos de la tierra entre besos de indescriptible alegría, y sin decirnos nada supimos que nuestro amor sería eterno.

Después de la ducha y de un desayuno en la mesa junto a la huerta y antes del seto, decidimos que el siguiente domingo volveríamos a comprar plantel en el mercado de Puigcerdá no sin antes preguntar a los pageses y mercaderes qué producto ecológico debíamos adquirir para combatir la voracidad de los caracoles y las babosas que habían devorado  nuestra primera experiencia de horticultores autosuficientes.

Antes de acabar el desayuno nos pareció escuchar unas pequeñísimas risas silbadas en los alrededores de la huerta, y decidimos que eran las babosas y caracoles que reían nuestra felicidad y nuestros estallidos de risa y la sonoridad de nuestros besos y caricias y la miel de  nuestras miradas de amantes.

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