Ahora mismo, en este preciso instante y no otro,
desearía dejarme caer entre los brazos de una mujer hermosa
de alma
y de mirada franca para que me mimase,
para que me acariciase tiernamente, lentamente,
para que me regalase besitos dulces y muy pequeñitos
impregnados de la humedad y el olor de la hierba fresca,
y para que me peinase con enorme parsimonia y cadencia
la espalda allí donde no me llego,
y me mesase el cabello desde la raíz hasta las puntas para
dar paz a mi cerebro,
mientras canturrearía una nana de miel pegajosa de un
eucalipto
mecido por una suave brisa que desprendería en su baile del
viento
su corteza liviana para encender un fuego lento de junio de
la montaña.
Eso es lo que yo quisiera ahora que el calor se acuesta
y las begonias de hoja oscura y flor blanca
están ya plantadas en mi jardín
y regadas con el agua del deshielo que desciende de las
cimas
y de mis lágrimas del silencio del desaliento y la agonía.
Sólo eso quiero yo ahora
mientras el cielo se tiñe de rojo y verde
y me recuerda el amor eterno que en mi adolescencia
y también en mi madurez preservar juré.
Pero mi cuerpo y mis entrañas piden la calidez de la hembra
que mis sentimientos de abandono reclaman
en la languidez de los atardeceres hermosos
y en la soledad de mi alma abandonada.
Cuánto te besaría
y te abrazaría
y te mordería
en un anochecer de begonia blanca,
cuánto te amaría una noche de flor escarlata,
cuánto cuidaría de tu faz y tu halo dormido
en un amanecer de clavel de moro y olor a limpia menta,
compañera mía.
Cuánto haría por ti,
y que tú no imaginas, alma mía,
porque yo no lo he inventado todavía.
Cuánto, cuánto,
amadísima mía.