Sentadito en la terraza que me acoge en estos tiempos
recuerdo uno de los acontecimientos que me sucedieron ayer.
La previsión de ayer era de lluvia para hoy sábado y puede
que también para mañana domingo, primero de mayo.
Recordé que hace unos días empecé a trabajar en la huerta, y
planté cebollas blancas dulces, ajos, zanahoria, rábanos de dos tipos y plantel
de ensalada de “roure”.
La idea este año es plantar semana a semana, para así poder
disfrutar de la huerta todo el verano.
Es por ello que decidí ir a Puigcerdà, a la Droguería de
J.S., y adquirir un producto antilimacos, sobre todo por los caracoles.
Recordé entonces que hace unos años atrás plantamos en la
huerta con Susan varios tipos de lechugas (los franceses gozan de mayor cultura
que nosotros sobre este aspecto), y esa misma noche llovió de forma
persistente.
Por la mañana, al despertarnos, Susan tenía ganas de jugar
conmigo y me animó a vestirme rápidamente para ir a la huerta ya que decía que
habíamos comprado plantel de crecimiento fulgurante. Me apunté al juego y me
vestí de mala manera a toda prisa, creo que sin siquiera ducharme (ya lo haría
más tarde).
Y nos acercamos a la huerta, en el jardín trasero de nuestra
casa, de forma sigilosa, silenciosa, con el cuerpo medio doblado como para no
ser vistos por nadie, muy juntitos, cogidos de la mano, escapándose alguna
sonrisilla nerviosa de la comisura de nuestros labios, deslizándose algún
besito punteado ligeramente, y… al llegar a la huerta, a pocos metros de la
puerta de la cocina de la casa, descubrimos con estupor que del plantel de las
ensaladitas… ¡no quedaba nada de nada!
La solución al misterio de la desaparición del plante era
fácil y evidente, sólo era preciso fijarse un poco: estaba todo lleno de
caracoles y babosas que habían devorado nuestra incipiente huerta.
Creí que Susan se echaba a llorar, creí que yo también, pero
nos pusimos a reír, a partirnos de la risa mientras nos besábamos para
consolarnos y como para decirnos que qué más daba, que nosotros nos queríamos,
nos amábamos, y que a los caracoles también, y que plantel de lechuga lo hay
cada domingo en la Feria de Puigcerdà.
Y replantamos la huerta en cuanto llegamos al domingo
siguiente, pero ya con las precauciones del antilimaco, que evita que caracoles
y babosas impidan el desarrollo de las lechugas porque se las comen de forma
inmediata, fresquitas, suavecitas y limpitas gracias la lluvia que las cubrió.
Por eso, ahora que he empezado con la huerta de este año fui
a comprar el antilimaco, y rápidamente ante la previsión de lluvias.
Y aquí viene la historia de ayer.
En la droguería, el droguero, que me conoce desde hace años,
busca el pote del antilimacos, lee la etiqueta que dicta el precio, 6,80€ y me
canta, para ti, 6,50€. Mientras yo le doy las gracias, él se dirige a la caja
con el billete de 10€ que le he entregado y me devuelve tres euros con veinte
céntimos. Es decir, se cobra el precio indicado en la etiqueta.
Pensé que ya se había olvidado del descuento que me había
propuesto, y pensé que por treinta céntimos no merecía la pena decir nada.
Al salir de la droguería recordé que me hacía falta otra
producto, guano, para favorecer el desarrollo de los rosales, de los claveles
de moro, y otras flores que estoy plantando en el jardín delantero de la casa.
Regreso a la tienda, pido el producto, el droguero lo busca
y lo encuentra, lee la etiqueta del precio que dice 9,20€ y me dice para ti,
9€.
Y cuando me devuelve el cambio, esta vez de un billete de
20€, me devuelve diez euros con ochenta céntimos, cobrándose de nuevo el precio
estipulado en la etiqueta adhesiva que marca el producto.
Dudo si comentarle el tema o no decir nada, y apuesto por
esto último, aunque se me escapa una sonrisa que me parece que el droguero me
devuelve.
Por la tarde caigo en la cuenta de que el antilimaco que
adquirí por la mañana se me quedó corto, por lo que decido volver a la
droguería.
Y se repite la operación de la mañana: “Cuesta 6,80€, pero
para ti, 6,50€”, me dice J.S. Y cuando me devuelve el cambio, vuelve a cobrarse
los 6,80€ que marca la etiqueta.
Pienso en decir algo sobre sus descuentos ficticios o
marcharme mudo nuevamente. Decido que se lo voy a preguntar, no por los
céntimos del descuento, si no por la curiosidad que me despierta su forma de
actuación.
Y su respuesta me deja riendo hasta ahora mismo que lo
escribo después de revisar mi memoria en mi terraza favorita con una cerveza
espumosa no demasiado fresquita, como a mí me gusta.
Eso me dijo: “Siempre lo hago así, digo que hago un
descuento por ser quien es el comprador, y luego cobro lo que marca el
producto. Quedo bien y no pierdo ni un céntimo, porque la gente no suele
comprobar el cambio. Y si lo hace, simplemente digo, aaayyyyyy, sí, es cierto,
disculpa, se me olvidó, aquí tienes, y le doy lo que había dicho que le
descontaría. Así de sencillo”.
Me levanto de mi silla, me bebo lo que queda de la cerveza
con un trago tan sonriente que
casi me atraganto y concluyo que es bien verdad que quedar bien no cuesta nada.