Ocurrió demasiado pronto.
Demasiado pronto supe que de nuevo me había vuelto a
enamorar de la felicidad efímera, de la ilusión pasajera, del pájaro que emigra
cuando el calor se desvanece.
Ocurrió tan pronto, tan de repente, que fue como una
insolación, como un eclipse.
Demasiado pronto se diluyó la sonrisa rosada de perlas
blancas.
Demasiado pronto se marchitaron las rosas mosqueta y las
flores del color del sol que acogieron su llegada.
Demasiado pronto aparecieron grietas en las yemas de los
dedos que se buscaban en la despaciosidad de las caricias.
Demasiado pronto se silenciaron las gargantas que rascaban
te quieros dulces y lentos, cadenciosos como susurros, explosivos como
relámpagos.
Demasiado pronto las lenguas olvidaron los lamidos mutuos y
los besos en los pechos y los vientres y en todos los rincones de los cuerpos
enroscados.
Demasiado pronto se extinguieron los mordiscos simulados en
los lóbulos de las orejas y en el cuello y en las nalgas y en los dedos de los
pies y de las manos.
Ocurrió tan pronto que carecí de tiempo para admirarla
engalanada con bufandas y pendientes y gargantillas y pulseras con las que
obsequié su piel de porcelana, piel que se hizo añicos muy chicos demasiado
pronto.
Sucedió tan de repente, tan de pronto, que ni tiempo tuve
para esperar la llegada de la soledad que debía habitar el vacío de sus olores
y sabores.
Ocurrió tan pronto que el tacto de su piel, la generosidad
de sus pechos, la humedad de su sexo, la mirada y caída y triste enmarcada en
heredadas ojeras grises y oscuras, y el resplandor de nácar de sus dientes
siguen instalados en mi pecho y en mi corazón, en mi estómago y en mi vientre,
en mi cerebro y en mi alma, porque la soledad no pudo ni puede instalarse
porque todavía carece de cabida hasta que su insistencia doblegue las
resistencias.
Ocurrió un día de marzo. Llegué solo.
No me recibió como de costumbre, con un trote ilusionado
hasta fundir su cuerpo en mis brazos y mis labios en los suyos.
Tardó un tiempo que se me hizo eternidad en llegar al Café
donde yo la esperaba.
A los pocos días me fui solo, acompañado de mi columna
partida y de mi alma fracturada, y con la intuición enmarañada en mi corazón de
que ya nunca más volvería ni ella a mi búsqueda acudiría.
Me había conocido por mi palabra escrita en la lejanía y con
palabra lejana me dijo que las cosas un día empiezan y otro día finalizan.
Es cierto que al final todo cuadra.
Algunos dicen que eso es el orden cósmico.
Si lo es, llegó demasiado pronto.
Y yo caí en la cuenta de lo que me decía que le ocurría
demasiado pronto,
tan deprisa como el que el corazón necesita para abrir una
herida.
No tengo más que esperar que el tiempo la pierda entre las
ráfagas de la ventisca.
No tengo más que seguir viviendo de nuevo con el alma
encogida.
Ocurrió demasiado pronto.