Esta pasada noche no había forma de conciliar el sueño.
También es verdad que unas horas antes de acostarme estuve a
punto de caerme en una poza de agua, agua que pretendía canalizar hacia mi pequeña huerta para regalarle a las
ensaladas, cebollas, ajos, y pepinos un buen riego, y cometer no un accidente
si no una estupidez más de las que acostumbro últimamente.
Me asusté, de veras que me asusté, y quiero suponer que el
susto se me metió tan adentro de mí que me intranquilizó el sueño.
Al final, ya apuntando la madrugada, me dormí.
Y fue peor.
Tuve una pesadilla que todavía me hace temblar, y eso que
hace más de cuatro horas que me levanté para ducharme y afrontar este nuevo día
canicular.
Toda mi habitación estaba llena de murciélagos y todos
volaban salvo unos cuantos de cientos que permanecían en esa inverosímil
posición cabeza abajo colgados de vetustas y tupidas y sucias telas de araña.
Los murciélagos son animales ciegos, y se guían por el oído
para no darse de bruces con todo lo que encuentran en sus vuelos desordenados,
como si el oído fuese un radar que detecta los obstáculos, pero a mí, que en el
sueño estaba donde realmente estaba, en la cama, me daban un sinfín de
golpetotes como si su radar o su oído no me identificasen como obstáculo a
salvar en su vuelos de despropósitos, porque nadie me negará que el vuelo de un
murciélago es como esquizofrénico y como carente de rumbo.
Yo intentaba apartarlos a manotazos y con golpes de la
cabeza al aire de mi habitación, pero era imposible porque chocaban contra mí
miles de esos desalmados alados.
Encontré una posible solución al pensar en medio de la
confusión que me atormentaba que contra mi cuerpo no chocaban, por lo que,
pensé, si me introducía totalmente debajo del edredón tal vez dejarían de
golpearme, y así sucedió porque la historia funcionó.
Los murciélagos y su radar situado en sus pronunciadas
orejas peludas detectaban el bulto que conformábamos el colchón y el edredón y
yo debajo, y no se daban de morros contra esa unidad de bulto.
Me adormecí con cierta facilidad, porque poco había dormido
y eso que ya el alba abrazaba mi estancia, pero me despertó el pensamiento
angustioso, frío y viscoso como el chapapote de que si cuando mi cabeza
sobresalía del edredón y los murciélagos topaban conmigo obedecía, tal
vez, al hecho de que desde hace
unos años me abandonan las mujeres de mi vida, y ello comporta que mi yo esté
ausente, o sea una sombra como mucho, y por eso no me detectaban los alados
nocturnos.
Me dije a mí mismo golpeándome con la palma de la mano en la
frente que no, que basta ya de elucubraciones rizadas y por ello retorcidas, y
me volví a adormecer pensando que los murciélagos gozan del favor de tener las
cinco vocales del alfabeto en su nombre, y fue entonces cuando uno de ellos se
introdujo en mi edredón y se rió histéricamente, mientras yo sufría un ataque
paranoico de terror, porque lo vi de cerca y era muy, pero que muy feo, y
además con pinta de lobo feroz y a mí se me fue de sopetón el sueño como a una
caperucita roja cualquiera.