Estaba al fondo, junto a una cristalera con vistas al río.
Estaba ausente, distante, porque escuchaba música que no era la de los altavoces
del Bar, sino la de sus
pinganillos incrustados en sus orejas.
Entendí que escuchaba música porque sus dedos la tatareaban
sobre la mesa de su infusión que desprendía aromas y humos tibios, y también
seguí el compás sobre el teclado de su portátil.
De vez en cuando desviaba la mirada para, a través del
ventanal, observar el río que bajaba aguas lentas y algo sucias tras su paso
por la ciudad. Su rostro se reflejaba difuminado y acuoso por la lluvia que
resbalaba en el atardecer del cristal, y mostraba una tímida sonrisa de alegría
contenida cuando contemplaba las piraguas de los niños y los jóvenes que
practicaban con las palas con torpeza adolescente sobre las aguas del río.
Yo estaba en una mesa del Bar suficientemente distante de la
suya como para que no advirtiese mi fijación en ella.
Me llamó la atención el veloz movimiento de su dedos, que me
parecieron ágiles y distraídos en
ocasiones y concentrados en alguna tarea importante cuando su portátil
reclamaba el contacto de sus yemas.
El reflejo de su rostro en el cristal me devolvía miradas
inexistentes que acabaron por cautivar mi atención.
El silencio en el Bar era casi total, salvo el ruido de la
tragaperras que alimentaba un chino que evitaba el cigarrillo por la
prohibición de fumar en locales públicos.
Yo no dejaba de mirar el movimiento de sus dedos volátiles,
con especial atención en sus meñiques diminutos y graciosos, y en ocasiones
sentía miedo a que nuestras miradas se cruzasen en el cristal del ventanal y
que ella descubriese mi
concentración en sus manos.
Por unos instantes, junto al ruido del chino y su
tragaperras, se rompió el silencio con la llegada de una clienta que solicitó
lotería de Navidad al camarero, que se la dio cantando a voz en grito
“Doscientos millones para la Señora, con el Bar dando y el Gobierno robando”.
Se recuperó el silencio con la partida de la jugadora, pero
no volvió la paz porque el chino, a fuerza de insistir, acertó con el premio de
la tragaperras y el escándalo del caer de las monedas quebró cualquier atisbo
de quietud.
Yo me debatía en mis ganas de acercarme a la mujer de la
cristalera para intentar entablar
conversación. Sus manos y sus dedos me atraían irremediablemente. El
cristal que la separaba del río me devolvía mi ansiedad en fogonazos de luz de
luna que ya asomaba en el atardecer.
Decidí abandonar mi parálisis y me dirigí a ella. No preparé
la interrupción que suponía mi aproximación porque temí que marchase antes de
que yo la abordase.
A pecho descubierto le dije que me encantaban los
movimientos de sus manos y sus dedos y que sus meñiques me habían atrapado la
atención en aquel Bar semidesierto. Cayó su mirada sobre mis ojos, sin
sorpresa, sin sobresalto, lo que me hizo suponer que me estaba esperando porque
una mujer observada lo sabe desde el primer momento.
Sus ojos oscuros, de mirada franca y clara, se adornaron de
una leve sonrisa de complacencia que invadió toda mi existencia.
La tragaperras del chino insaciable seguía con su música
estridente y el chino proseguía empecinado echándole monedas desde su taburete
frente a la máquina. Yo lo percibía como en la lejanía porque mi concentración
estaba fijada en esos ojos de caída en sus extremos y en la sonrisa plácida de
la mujer sentada junto al cristal que la separaba del río, de sus aguas y de
los muchachos con sus piraguas.
A mí repentina presencia y a la interrupción de mis palabras
inesperadas les dio las gracias al tiempo que deseaba buenas tardes.
Y fue entonces, cuando buscaba argumentos que prolongasen
nuestra conversación y quebrasen esos instantes de parálisis que siguen a la
sorpresa que provoca la interrupción de un desconocido, cuando observé que sus
uñas estaban mordidas, sin saña ni agresividad excesiva, pero mordidas por unos
dientes blancos que asomaban entre sus magníficos labios de sonrisa blanca,
franca y fresca.
Mientras miraba su infusión que dejaba de humear porque se
quedaba fría, y el calor se trasladaba a su mirada que persistía en buscar mis
ojos, no pude evitar cierta mueca de sorpresa en mi rostro, pero mi gesto se
distrajo en sonrisa cuando caí en la cuenta de que acababa de encontrar sin
querer el motivo que buscaba para romper el titubeo que se avecinaba en la
conservación.
Y fue así que le dije que cómo era que se mordía las uñas, y
también las de su meñique pequeñito y volátil.
Con expresión algo aturdida, pero nunca con muestras de
desagrado, me dijo que era su forma de descargar nervios, de recuperar
tranquilidades perdidas en el día a día, y que a fin de cuentas todos tenemos
nuestros puntos débiles.
Acepté la respuesta con una sonrisa algo fingida porque me
sobrevino un terror terrible por si me preguntaba por cuáles eran mis puntos
débiles.
Respondí que aún así sus dedos y el movimiento que imprimía
a sus manos me parecía maravilloso, y ella justificó su debilidad al
comunicarme que su padre también se mordía las uñas, y que dejó de hacerlo cuando
su enfermedad le produjo ceguera.
Insistí en la belleza de sus dedos y manos con independencia
de sus aficiones destructoras, aunque no pude evitar imaginar aquellas manitas
con unas uñas pintadas de colorines, hoy malvas y mañana del amarillo de la
rosa mosqueta y pasado del naranja del clavel de moro y siempre del rosa de la
rosa, y me parecieron bellísimas en mi fulgurante ensoñación.
Estuve a punto de decirle TE QUIERO, pero me pareció
prematuro.
Me despedí por no molestar más y recogí su cálida sonrisa de
fresa, mientras volvía a reinar el silencio porque el chino ya no jugaba con la
tragaperras, sino que traspasada la puerta del Bar fumaba como un descosido
todo lo que se ahorró en la máquina del juego, y en aquel instante de humos y
uñas mi mente me recordó el refranero que reza “ojos que no ven, corazón que no
siente”, mientras mi pensamiento se poblaba del padre ciego que dejó de
morderse las uñas de la mujer de la ventana sobre el río.
Mi corazón alterado saltaba y golpeaba mi pecho, y ahora que
recobré la tranquilidad y la paz que ella me sustrajo y que no hay Bar, ni
chino, ni cristal mojado de lluvia, ni río, mi corazón siente deseos de decir
aquel te quiero que allí me pareció prematuro.
Y sé que la mujer de las uñas mordidas, la mujer del río,
cada tarde, cuando la luna empuja al sol buscando su lugar allá arriba, me espera mientras deposita dulcemente su sonrisa en
la cristalera.