A espaldas del quiosco de
Pilar esta la Pastelería Foix, dicen que la mejor de toda Barcelona. Mi
criterio aquí es escaso porque no soy amante de dulces y pasteles, pero sí
puedo asegurar que el personal que atiende ha sido entrenado concienzudamente
en las habilidades de la antipatía.
Da igual que sean mayores en
edad o jóvenes, que lleven años despachando o que se acaben de incorporar. Su
principal virtud es la sequedad, la parquedad en el trato y la antipatía
generalizada sobrevolando todos los dulces que adornan sus vitrinas. Es como si
persiguiesen de forma obstinada un contrasentido: todo es dulzura, sabor y olor
en sus productos, todo es agrio, seco y maloliente en su carácter y en su
disposición para el trato con el Cliente.
Tal vez es la impronta que dejó el poeta que da nombre a la Pastelería,
Josep Viçens Foix, que cuentan quienes lo conocieron o sobre él escribieron que
no había sido beneficiado por el don de la simpatía.
Curioso binomio, pero
también en la cocina gana adeptos lo agridulce. Algún estudioso debería
analizar si esa combinación del dulzor y la acritud es garantía de éxito,
porque triunfar en sus ventas, no precisamente asequibles para cualquier
bolsillo, lo consiguen y con creces.
Y justo al lado de ese establecimiento de tanta raigambre,
desde hace unos cuantos meses, tal vez incluso algo más, una tienda de chuches,
que imagino desea aprovechar la tremenda presencia en mi pueblo que no es un
pueblo porque es un barrio pero huele como un pueblo de niños y niñas, jóvenes
y adolescentes que cursan sus estudios iniciáticos en alguno de los múltiples
Colegios del barrio. Creo que no lo he comentado en esta Historia horizontal,
pero Sarriá tiene posiblemente la mayor concentración de centros escolares de
Barcelona.
Uno de ellos, desgraciadamente, acabó cerrando.
Era una pequeña Guardería en la misma Mayor de Sarriá, por
tanto algo fuera de la zona horizontal a la que se refiere esta historia, pero
merece la pena despistarnos unas líneas para recordar la Guardería Mayor de
Sarriá, tantos años al servicio del barrio dirigida por su abnegada titular,
Rosa Leite, conocida además de por sus enormes prestaciones a los infantes del
pueblo “sarrianenc”, por su sensacional cocina y criterio en la alimentación de
los chavales, por sus aperturas casi al alba y sus nocturnos cierres de lunas
de las cuatro estaciones en jornadas maratonianas para mi querida Rosa, por ser
la madre del inefable periodista, humorista y showman Alfonso Arús, amigo
querido desde que hizo sus primeros pinitos como presentador en los entrañables
“Pastorets” del Centro Parroquial de Sarriá, funciones que precisamente
organizaba su madre con los nanos de la Guardería.
Hecha esta salvedad que me parecía de rigor, prosigo con la
horizontalidad.
La tienda de chuches, de nombre inglés que no recuerdo,
tiene al frente a una madre y dos hermanas.
Ana María es la mamá entrañable, de habla dulce y serena,
con una sonrisa que algún día halló cobijo en su rostro y ahí se instaló para
deleite de todos los que la tratamos, y con la que intercambiamos sus croquetas
de carne, y de bacalao, y de “ceps” por mis mermeladas de ciruela, naranja
amarga y cassis.
Anna, la hija que pienso es la titular del negocio, bella y
sonriente como la madre, y a la que evité aproximarme porque festejaba con un
pedazo de italiano más grande que un autobús y los mamporros por entrometido ya
los recibí en otras épocas y ya no es el caso, pero ahora que el “espaguetti”
desapareció me tienta su sonrisa, aunque pienso que la zamorana no permitirá
excesivas cercanías y además la joven Anna es eso, muy joven para este sujeto
que ya avista otras épocas que no son las de ella.
La segunda hermana creo que sólo ayuda y sustituye a la mamá
o a su hermana en ocasiones puntuales, y dios si ayuda, porque en ella prima el
orden, el sentido común y el saber estar, y qué importante son esas cualidades
en un establecimiento que trabaja la vida en cantidades casi infantiles de
dinero.
Amable y educada en extremo es esa hermana morena y de
blanquísima piel, pero me inclino por la risa de dientes blancos desenfadados
de Anna, a la que sólo me atrevo a pedirle que ahora que ya cumplió con la boda
madrileña de su amiga deje de quitarse kilos de su cintura y su busto, ya que
también desaparecen de la cara y su carita merece rebosar un poquito y así
mostrar esa felicidad que adorna con sus risas.
(continuará, pero ya no mucho, porque más allá de la
Plaza de Sarriá empieza otra zona, señorial y elegante, pero menos popular que
lo que es en realidad mi pueblo, que no es un pueblo porque es un barrio pero
huele como un pueblo).