Hoy empiezo mis vacaciones de verano de 2012.
Por la mañana y después de dejar la casa de Barcelona
recogida, he cogido el Montero y me he dispuesto para partir hacia la Cerdanya
francesa, a la localidad de Enveitg, en donde dispongo de una casita de montaña
datada de 1850 y que adquirí en 1993.
Estaba no en ruinas pero sí en un estado lamentable, y
conjuntamente con Susan, y al inicio también con mis hijos, la fuimos
arreglando hasta dejarla muy acogedora, para lo cual nos ayudó lo que decía de
ella mi mujer: “Esta casa tiene alma”.
En el coche he puesto la radio, para distraerme, porque como
no permiten exceder una velocidad de 120 km/h., y sólo en algunos tramos,
porque en el resto debes ir a 100 incluso a 80 y a veces también a 60 km/h. la
conducción se hace bastante aburrida y la radio ameniza el viaje y el discurrir
de los kilómetros.
Alguien desconocido para mí y desde la cajita de la radio ha
explicado una historia que le narró otra persona que también desconozco y que
le sucedió en un país africano que tampoco acierto a saber cuál de ellos era.
La historia narrada por el narrador de la radio (desconozco
qué emisora tenía sintonizada) decía así:
“Hace unos años, visitando diversos países africanos con el
objetivo de conocer sus tradiciones y cultura, amén de sus pueblos, capitales,
monumentos, tradiciones y naturaleza, y encontrándome en el interior de un país
para visitar a sus moradores que conformaban una de las muchas tribus que
habitan ese continente, se me ocurrió sugerirles un juego a un grupo de
adolescentes con aspecto de no excesivamente bien nutridos. El juego consistía
en que yo ubicaba en la cima de un árbol una cesta de mimbre repleta de magníficos
frutos, y de entre todos aquellos adolescentes el primero que alcanzase la
cesta podría degustar en exclusiva todos aquellos apetitosos frutos.
Dispuse a los adolescentes tribales detrás de una línea
recta que dibujé con una rama recta, y en el momento en que yo palmease mis
manos podían iniciar su carrera para hacerse con la cesta de mimbre repleta de
sabroso frutos.
Palmeé mis manos, y para mi sorpresa los adolescentes se
cogieron de las manos y corrieron todos juntos al unísono hacia el árbol de la
cesta de mimbre, ascendieron todos juntos hasta la cima, y todas las manos
asieron la cesta de mimbre que fue descendida de forma conjunta por todos
ellos.
Tras sentarse en el suelo empezaron conjuntamente a degustar
con ansiedad los excelentes frutos depositados en la cesta de mimbre.
Ante ese acontecimiento, les pregunté por qué ninguno de
ellos había intentado hacerse con la cesta de los frutos para saciarse en
exclusiva de los mismos, y la respuesta fue maravillosa. Dijeron: Porque yo soy
yo en cuanto que los otros son también mi yo. Yo no podría comerme todos los
frutos de la cesta de mimbre si mis compañeros no pueden también disfrutar de
estos manjares.”
Aquí finalizó el cuento que el desconocido narrador narró en
esa desconocida emisora
de radio.
Aquí empieza mi reflexión.